Hace unos días me encontraba leyendo un texto acerca de Jesús y la llamada de su mensaje en uno de los grupos de catecumenado que plantea mi parroquia. El texto versaba sobre la experiencia que Jesús tuvo de Dios, así como de los momentos donde nosotros podemos tener esa experiencia. Culminaba con una reflexión y una serie de preguntas para que analizara en qué momentos me veo acompañado por Jesús en mi vida. Al principio, la pregunta era bastante fácil de contestar: ¡claro que veo que Jesús me acompaña!, ¿dónde?…pues emmmm…pues eso, ¡que me acompaña!
Me puse a revisar mi semana tratando de ver en qué momentos concretos Jesús estaba presente en mi vida y en los que me sentía acompañado. La pregunta no era tan fácil como yo pensaba al principio, pero poco a poco descubrí que Jesús es mi amigo, ese de los mil trajes.
Mi semana empieza como cualquier otra, yendo a clase al hospital donde estudio 3º de Medicina. Tengo mucha suerte de mi carrera me sirva para acercarme al más necesitado en sus peores momentos, es un gran sitio de encuentro con Dios. Estoy nervioso, tengo mi primera guardia y me estoy poniendo la bata, cojo el fonendo y preparo las cosas para bajar a hacer el mayor ridículo de toda la historia de la medicina. Al lado de mi taquilla veo que otro chico está haciendo lo mismo que yo, se coloca su bata, se gira con una sonrisa en la cara y me dice: “tranquilo Pablo, verás cómo no va a salir tan mal”. Bajo a Urgencias y cuando salgo a las mil y una de la noche, me doy cuenta de que ha sido una de mis mejores experiencias en la carrera. ¡En el fondo, no ha estado tan mal como yo pensaba!
Algunos días al salir de clase me quedo con mis amigos tomando una caña y comentando cómo ha ido nuestro día, qué cosas interesantes han pasado en el hospital, si nos parece difícil una asignatura, cómo llevamos en el examen…si miro a la mesa de al lado, vuelvo a ver al chico de al lado de mi taquilla, esta vez vestido con ropa de calle pero con la misma sonrisa de felicidad en la cara, y puedo leerle los labios cuando me dice: “Pablo, que buenos amigos tienes, disfruta de ellos y cuídalos, porque de verdad son un gran regalo en tu vida”.
Me meto al Metro dispuesto a ver a mi novia (sí, entre mil cosas uno también puede llegar a enamorarse de vez en cuando). Llevo la música puesta, quizás leyendo un libro, me he arreglado un poco dado que uno no puede presentarse de cualquier manera, y voy feliz esperando verla, aunque eso de esperar el tren a veces se hace pesado. Levanto la cabeza y veo a mi amigo, que está también más arreglado de lo habitual, con la misma sonrisa de siempre en la cara. Esta vez me hace compañía hasta llegar a la parada de Metro, sube conmigo las escaleras y me entrega una nota: “Tienes una novia increíble a tu lado que te quiere y te ayuda a crecer, aprovecha estos momentos, es un gran regalo en tu vida”.
Llega el fin de semana y empieza lo más duro de la semana, mi compromiso en el Centro Juvenil. Hace dos años me confirmé en la parroquia, yo iba allí de chaval y tenía mis grupos de fe, ahora soy monitor allí y tengo mis grupos de catecumenado. Abro la puerta, hace calor, pero no es un calor cualquiera, es un calor diferente que no solo sirve para calentar el cuerpo. Veo a los chicos, enfrascados en partidas de futbolín, en las Plays, en el ping-pong…Disfrutan tanto o más que cuando yo estaba ahí y era capaz de ir horas antes para ser el primero en pasar y disfrutar de aquello. Hay alguien raro en la sala, seguro que está todos los fines de semana pero no había caído en él, es de nuevo mi amigo, esta vez vestido con un chándal y unas zapatillas de deporte, dispuesto a jugar una partida a lo que haga falta. Y sigue con su sonrisa de siempre, esta vez no es para mí, es para los chicos que están allí. Soy yo el que me acerco a decirle algo: “Gracias por poner a tantos chicos a mi lado para quererles, me ayudan a comprender que la vida está para darla por los demás”.
Cuando salgo cansado de la biblioteca, aprovecho para irme andando y despejarme un poco hasta mi casa. Abro la puerta, dejo la mochila y el
abrigo y me cambio, me pongo el pijama para estar más cómodo. Es de los pocos momentos que paso con mi familia. La cena es un momento distendido donde aprovechamos los cuatro para contarnos qué tal nos ha ido el día, trazar planes, hablar de nuestras cosas…Me gusta mucho pasar tiempo con ellos, aunque hay veces que no tengo de tanto tiempo como me gustaría. Me doy cuenta de una cosa, ¡no hay cuatro sillas si no que alguien ha puesto una quinta! Alguien ha perdido el norte, o quizás no del todo. De repente, mi amigo se sienta con nosotros, lleva puesto un pijama y unas zapatillas de andar por casa. Él también comparte su día, trata de hacernos partícipes de cómo está con nosotros aunque a veces nosotros le ignoramos. Me mira con esa sonrisa que tiene y me dice: “Pablito, pero qué grande es tu familia, aquí solo estáis una pequeña parte, cuídalos a ellos y a los que tienes más lejos, pero cuídalos eh, y disfruta de estos momentos en familia, tienes una familia increíble, que te quiere, te apoya y te ayuda en todo lo que le pides ayuda”.
Estoy un poco confuso, ¡este chico me ha seguido a lo largo de toda la semana y casi no me doy ni cuenta! Me encierro en mi cuarto para irme a dormir, pero le vuelvo a ver, ésta vez tiene los ojos cerrados, está sentado en la cama. Parece que no me ve, pero en cuanto cierro la puerta me dice: “Ven, siéntate aquí conmigo. Háblale a Él y dale gracias. Dale las gracias porque nunca ha dejado que camines ni te sientas solo en esta semana”.