«Si el hombre es en sí un bien y no puede obrar rectamente sino cuando quiere, síguese que por necesidad ha de gozar del libre albedrío (…) Si el hombre no estuviera dotado de voluntad libre, sería injusto el castigo e injusto sería también el premio. Mas por necesidad ha debido haber Justicia (…) Luego era preciso que Dios dotara al hombre del Libre albedrío» (Del Libre Albedrío, S. Agustín de Hipona)
Ha llegado España a un momento trascendental en su Historia: la necesidad de reformar el pacto social que nos dimos en la Constitución de 1978. El día 2 de Junio, tras la abdicación del Rey constitucional Juan Carlos de Borbón, fue el ocaso definitivo del proceso de la Transición. Y llega en un momento de plena convulsión. Tras las elecciones europeas del 25 de Mayo, la ciudadanía dejó claro que no está muy convencida de la pervivencia de ese modelo; que es necesario avanzar, juntos, a una nueva forma que exige más transparencia, más participación; en definitiva, más Democracia.
Pero como todo, en este país, estos anhelos bien parecieran una tormenta de verano: breve pero intensa, una pequeña barca mecida por las aguas en el Mar de Tiberíades. Nos hablan de una “Democracia Real” de carácter asambleario, autorreferente. Una Democracia Real de acampada y altavoz. No es mi intención criticar el derecho a manifestación pacífica y sin armas ni el derecho a la manifestación, pues considero que son banderas necesarias en el sistema constitucional actual y que deberán seguir estando vigentes como máximas del Estado de Derecho en el nuevo Contrato Social que nacerá de este tiempo.
Sin embargo invitará a la reflexión ¿Cuál es la Democracia que queremos?
Todo aquel que haya cursado estudios en Derecho, conocerá el Volksgeist, que decía Savigny. La ley (y por tanto, también su Constitución) como expresión de la voluntad del pueblo. Pareciera que esta es una buena definición de democracia. Sin embargo ¿Qué es el Pueblo?
¿Sería conveniente identificar Pueblo con masa? Freud en La psicología de las masas ya nos advirtió de los problemas de esta definición: individuos unidos por lazos exclusivamente emocionales, fácilmente sugestionables; anonimato e irresponsabilidad de las acciones movidas por el sentimiento de pertenencia que borra cualquier individualidad; pérdida de toda capacidad reflexiva, que conlleva actuaciones arbitrarias e irracionales. Por su parte, nuestro gran filósofo Ortega, en La rebelión de las masas, articula esta reflexión con la mirada puesta en los turbios acontecimientos que sacudieron Europa en la primera mitad del S. XX y cuyas consecuencias son por todos de sobra conocidas.
¿Acaso no hay otra forma de participación completamente ciudadana, en la sociedad del S. XXI? La respuesta debiera ser afirmativa. La moderna teoría constitucional y política reflexiona sobre la implementación de las nuevas tecnologías en la toma de decisiones políticas, algo que viene a ser llamado teledemocracia y ciberciudadanía, y que podemos encontrar en las obras Bieling y Frosini.
He de decir, no sin temor a defraudar, que soy completamente escéptico con estas nuevas formas de participación que condenan la elaboración legislativa y el proceso democrático a un continuo plebiscito; tan fácilmente influenciable por la situación, tan tremendamente controlable por cualquier líder que salga en los medios audiovisuales e inunde las Redes Sociales con unos argumentos emotivos pero acaso no demasiado racionales.
En mi opinión, la única forma de terminar con los peligros de la masa nace de la Educación. La educación, como señala el artículo 27 de nuestra Constitución, en los valores fundamentales y democráticos. Educación en un profundo sentido crítico que no busque el adoctrinamiento, sino capacitar a los estudiantes para tomar, a partir de la reflexión, sus propias decisiones. Decisiones maduras, quizás no demasiado correctas, pero sí racionales. Ross ilustró perfectamente este racionamiento “Invocar a la justicia es como dar un golpe en la mesa, algo que acaba con cualquier intento de discusión racional”
Y es desde este punto, de la necesidad de una conciencia cívica racional y democrática, alejada de las circunstancias económicas, sociales y políticas que por desgracia marcan nuestra actualidad, desde donde quiero hacer mi reflexión sobre la necesidad de un nuevo orden democrático: la III República.
Si hay un problema en los máximos dirigentes políticos actuales, es su aparente ceguera y sordera ante el pulso social. Los resultados de las elecciones europeas y la reciente abdicación han provocado que el mapa político español haya cambiado en cuestión de una semana, quizás demasiado rápido. Dicen que quien no se adapta no sobrevive, pero no nos vale cualquier cambio o, mejor dicho, no nos vale el cambio de cualquier forma.
Sí, es necesario un nuevo contrato social, es necesario cambiar el sistema. ¿Por qué? Claramente el descontento de la sociedad, sus nuevas demandas, y la juventud de un país que ya en su mayoría no ratificó la vigente Constitución son razones de peso. Los españoles hemos perdido la fe en nuestro sistema, y sólo una nueva forma de regirnos que nazca de nosotros mismos, superando lo que nos distancia y reforzando lo que nos une (que en definitiva es la misma voluntad de cambio) puede devolvernos la confianza en esta grave crisis económica, política, social, cultural.
Sin embargo este nuevo cambio no puede provenir de las acciones individuales de un solo grupo ideológico (véase en nuestro país, la izquierda) sino que es necesaria una gran confluencia ideológica en los nuevos constituyentes: un proyecto común alejado del emotivismo. Es por lo que rechazo las voces políticas y sociales que exigen una construcción de la III República por Referéndum vinculante (actualmente inconstitucional, por cierto)
Ya no estamos en 1978, tampoco en Abril de 1931, por mucho que nos duela a los republicanos. La República no llegará tras unas elecciones municipales plebiscitarias; sólo llegará desde el actual régimen constitucional, garante de nuestros derechos, libertades y de la seguridad jurídica. El régimen constitucional actual recibió legitimación en origen (con el referéndum constitucional) y continúa siendo legítimo Muchos de los críticos con la Constitución de 1978 quizás no conocen que ella misma, en su profunda voluntad de servicio a los españoles como rectora de nuestra vida en sociedad, prevé, al final de su articulado, en el 168, el mecanismo para reformarla.
¿Cuáles son los pasos que debieran dar nuestros dirigentes, en mi opinión, ante este nuevo reto?
El martes 10 de Junio, se aprobará la Ley Orgánica que regulará las condiciones de Abdicación y Sucesión. Es un trámite que establece la misma Constitución en su art. 57.5 y, como tal, necesita de su aprobación por mayoría absoluta. Nadie duda que la ley sea aprobada, pues las elecciones de 2011 concedieron al Partido en el Gobierno la suficiente mayoría como para hacerlo. Pero me preocupa lo que pueda pasar con los partidos de corte republicano. Paralizar un proceso constitucionalmente establecido (la Sucesión) pone en jaque al mismo sistema constitucional e, ideologías aparte, es algo irresponsable.
Una vez entronizado el ya Felipe VI, el Presidente Rajoy debería hacer lo que no ha hecho a lo largo de toda la legislatura: escuchar a la calle. Y digo Rajoy porque es quien tiene la única potestad para convocar un referéndum (art. 92 CE) que no sería vinculante (como desean Izquierda Unida, Podemos, Equo…) sino potestativo y meramente consultivo. Sería una decisión tremendamente responsable y cuyo resultado (si es suficientemente mayoritario, nada de 51%) de ser positivo aportaría legitimidad, seguridad y eficacia al posterior proceso de reforma agravada (vía art. 168 CE) que, si así fuera decisión de los españoles, iniciaría el camino a la III República; y siendo negativo, conseguiría apaciguar el actual clima de incertidumbre. Sólo con información (directa y veraz) se disipa la confusión, ya no nos valen sus “mayorías silenciosas”
El último y más importante paso es iniciar la vía del art. 168 (por afectarse el Tít. II –La Corona-) Y es aquí donde juega la verdadera democracia parlamentaria: para iniciar el proceso de reforma son necesarios 2/3 de cada Cámara y una disolución de las Cortes. Se convocarán elecciones a Cortes Constituyentes y nosotros, ciudadanos, elegiremos a unos representantes que deberán estudiar el texto de reforma y volver a aprobarlo por mayoría de 2/3.
Finalmente, el texto constitucional reformado se sometería a un referéndum, este sí vinculante. Fijémonos aquí que la Democracia ha entrado en juego cuatro veces: parlamento actual, elecciones, nuevo parlamento, referéndum ante los ciudadanos.
¡Sería un verdadero proceso constituyente! Lleno de consenso y participación democrática. Consenso, tan necesario para construir, pues las ideologías excluyentes no pueden llevar de la mano a una ciudadanía que busca perpetuar su sistema constitucional. Imaginemos, por un segundo, que este proceso del art. 168 se lleva a cabo. En el Congreso de los Diputados actual existen 350 parlamentarios, una mayoría de 2/3 significaría que es necesario el consenso de 234 diputados. Hoy, 185 pertenecen al PP, 110 al PSOE.
De ese necesitado consenso es de lo que adolece el proyecto de Referéndum Vinculante (IU, Podemos, Equo…) con consecuencias de división social inimaginables.
¿Qué es lo que tememos? ¿Acaso del libre albedrío no nace la Justicia? ¿Acaso la soberanía nacional no emana del Pueblo? Deben darse cuenta que es necesario darnos voz.
El nuevo proceso constitucional debe servir para darnos a los ciudadanos voz, no solo voto. Una democracia participativa que huya de los peligros de la masa: una nueva Ley de Referéndum, cambiar los esquemas de la libertad de manifestación y expresión no para reducirla, sino para promocionarla y racionalizarla.
Mucha gente teme la república, muchos católicos la temen. Ni son los mismos tiempos ni, siguiendo el proceso que propone nuestra vigente constitución serían las mismas formas ni el mismo marco jurídico. Una República sin ideologías y, a la vez, de todas ellas. Nunca más un plebiscito, nunca más una República sin consenso social. No volverán las persecuciones religiosas, ni quema de conventos, ni desaparición de obras de arte. La III República nunca prosperará si parte del electorado católico sigue anclado en esos viejos esquemas, tan escasamente racionales y desfasados.
Un verdadero Estado de Derecho, sea o no republicano, no puede ser anticlerical; si bien tampoco confesional. La nueva España no debiera ser laica, sino sublimar la definición que nos dieron los constituyentes del 78’: aconfesional. Sí, aconfesional. La aconfesionalidad se basa en el absoluto respeto, promoción y apoyo de las creencias individuales (dentro de la libertad de expresión y creencias) pero con el límite de no ser religión oficial del Estado. En palabras de nuestro Papa Francisco, el Estado aconfesional es la garantía absoluta del respeto a la religión.
Sin embargo ¿Qué hay de aconfesional cuando el Príncipe –futuro Rey Felipe VI- será coronado en una ceremonia con tintes religiosos? Si bien la Constitución dice que el Rey jurará su cargo y su obediencia ante las Cortes (que lo hará), no parece demasiado congruente que el que se autoproclama “símbolo de su unidad y permanencia, árbitro y moderador del funcionamiento regular de las instituciones y más alta representación del Estado” se corone simbólicamente después de forma claramente vulneradora de la aconfesionalidad del Estado.
Es la aconfesionalidad un gran reto que debemos lograr en los nuevos tiempos que nos vienen desde el respeto al Estado de Derecho, a las otras religiones y a los no religiosos. El catolicismo (como dije anteriormente para Al Tercer día) no puede quedarse en símbolo vacío, sino que debe impregnar la acción social y la defensa de los derechos y libertades desde el activismo.
Los tiempos que vivimos necesitan cambio, cohesión y mucha altura de miras. No podemos vender nuestro futuro a un ideal inalcanzable, sino que debemos tener arrestos para trabajar, unidos, para darnos un devenir. Como dije al principio, un nuevo Contrato Social “siempre que cierta cantidad de hombres se unen en una sociedad, renunciando cada uno de ellos al poder ejecutivo que les otorga la ley natural en favor de la comunidad, allí y sólo allí habrá una sociedad política o civil” (Locke, Segundo ensayo sobre el gobierno civil) Eso, solo pasa, por darnos voz en un Referéndum sobre la Monarquía, que es, en sí mismo, un Referéndum sobre nuestro Futuro.